La música ha empezado a sonar, recuerdo los pasos que han de
acompañarla. La melodía
me invade. Ya alcanzo a oír las llaves en el pasillo. Las ha
introducido en la
cerradura. Está a punto de entrar. Ésta va a ser otra noche
gloriosa. Mi cuarta
noche gloriosa.
Escucho sus pasos dentro del piso, su jadeo por venir
corriendo por la oscura calle
bajo esta incesante lluvia. Deja las llaves en la entrada,
junto al bolso, en una
especie de mueble cuyo principal fin es realizar esa
función. Suspira, se siente
segura.
Cuelga el abrigo, empapado, en el perchero que se encuentra
al lado de la puerta, en
la misma entrada, a la vez que observa el paraguas en el
paragüero con cierta
incertidumbre, pensando quizás “yo calada hasta los huesos y
tú calentito dentro de
tu casita”. El mundo no siempre es justo.
Descubro que el mueble de la entrada no es tan sólo un mero
apoyo para dejar las
llaves. Se quita los zapatos, negros, de tacón alto, sin
duda elegantes, y los mete
dentro de aquel mueble.
Una vez descalza se dirige hacia el salón, cuyo suelo está
recubierto por una gran
alfombra que no deja ni un resquicio para ver el color de
las baldosas, y se mete en
una de las habitaciones que comunican directamente con
aquella sala. Es un piso
pequeño. Hay dos puertas en dicho salón: una que comunica
con su habitación y otra
tras la que se encuentra el cuarto de baño.
Ahora la puedo observar en su habitación. Se está
desvistiendo. Se quita la ropa
empapada y la va dejando encima de la cama. Primero la
camisa blanca de seda, que
ofrecen unas transparencias de las que me cuesta retenerme y
esperar al momento
oportuno, después la falda negra, ajustada, marcando unas
exuberantes curvas en su
cuerpo, tras ella se deshace de las medias, quedándose tan
sólo en ropa interior,
blanca, por supuesto, concordando con aquella camisa
despojada en primer lugar. No
tarda en desabrocharse aquel sostén y en desprenderse del
minúsculo tanga que apenas
tapaba algo. Cada vez me resulta más difícil aguantar, pero
una obra caritativa
siempre ha de hacerse en las mejores condiciones, hay que
esperar al momento justo,
aunque la música se escucha cada vez más alta, con más
fuerza y belleza. Abre el
armario, saca de allí ropa cómoda y se viste con ella
rápidamente. Cada vez queda
menos.
Sale de la habitación para dirigirse esta vez hacia el baño.
Lleva el pelo empapado
cuando se mete, pero al salir puedo ver que su cabello negro
está mucho menos
mojado, aunque no totalmente seco.
Vuelve a dirigirse hacia su habitación, pero ahora sale de
allí muy rápidamente y se
desplaza hacia la entrada, donde hay una puerta que comunica
con la cocina. Entra y
desde el lugar donde me encuentro puedo oír cómo abre y
cierra el frigorífico y cómo
abre y cierra el cajón de los cubiertos. Algo ha cogido para
comer.
Ahora regresa al salón, enciende la tele y pone una película
en el DVD. Se sienta en
el sofá y puedo ver que lleva en sus brazos una gran tarrina
de yogur de frutas
variadas y desnatado. Ella no me ha visto. Todo está
saliendo perfecto.
En aquel momento salgo de detrás de las densas cortinas que
están situadas a cinco o
seis metros del sofá que ella ocupaba. Me acerco
sigilosamente, cual leopardo
acechando a su presa. Un paso… dos… tres… Pero algo se me
escapó. Encima de la
televisión había una vitrina, cuyas puertas eran de cristal.
Por culpa de tales
puertas se reflejó mi rostro y ella se giró rápidamente
gritando despavorida.
Empezó a lanzarme todas las cosas que encontraba por la
casa, sabiendo que nada de
lo que me lanzara detendría el destino. Su llanto la
delataba. Ella estaba preciosa
y yo sólo estaba allí para ayudarla.
Me abalancé sobre ella con el fin de parar sus continuas
agresiones. Debo reconocer
que era una chica valiente. La tiré al suelo y le pegué
varios puñetazos en la cara,
quizá seis o siete. Se quedó inmóvil sobre aquella alfombra.
Todavía respiraba.
Todavía sufría. Aunque cada vez menos.
La levanté con mis brazos y la tumbé en su cama. La até,
como a las otras. Comenzaba
el ritual.
Limpié su cara llena de sangre y pude volver a ver aquel
bello rostro, aquel rostro
eterno. Su mirada estaba perdida, aún no me decía nada.
Antes de comenzar a bailar,
esperaré.
Ahora me mira, se siente asustada, pero pronto estará
aliviada. Por fin me habla su
mirada, qué sensación única vivo en estas ocasiones.
“Tranquila, que yo sólo he venido aquí para ayudarte”, le
dije de buenas maneras y
susurrando. Pero ella comenzó a gritar de nuevo, como una
loca histérica. No ponía
las cosas fáciles. Lo único que ganó con eso es recibir un
nuevo puñetazo y taparle
la boca con cinta aislante. Ahora el silencio nos unía.
“Ahora vuelvo”, volví a
susurrar.
Fui a la cocina, busqué el cuchillo más afilado que tenía y
volví a la habitación,
donde ella me esperaba impaciente. Al verme con el cuchillo
se alborotó demasiado.
Su mirada no sólo me decía que tenía miedo, sino también
angustia, agobio e,
incluso, sumisión. Son reacciones típicas en los primeros
momentos. Comenzaba el
baile.
“No te preocupes, no va a durar mucho, aunque al principio
quizá te duela algo”.
Estaba totalmente excitado. Sólo pensaba en su eternidad, en
qué diría mañana de mí
la prensa. Seguro que me tratarían esta vez como un buen
hombre. Una persona que
intentaba ayudar a la gente.
Hundí la punta del cuchillo en su muñeca derecha y a partir
de ahí comencé a dibujar
su cuerpo con aquel utensilio que utilicé las veces
anteriores, pero que siempre
tome prestado de aquellas chicas. Subí hasta el hombro
derecho y bajé por tal
costado hasta llegar a su tobillo. Tras ello volví a subir
hasta el ombligo y a
bajar por la pierna izquierda hasta su otro tobillo. Subí
por aquel costado hasta
que llegué al hombro, donde empecé a pasar el cuchillo por
su brazo izquierdo hasta
la muñeca.
El ritual estaba apunto de terminar. El dibujo estaba casi
hecho. Ella seguía viva,
pero cada vez más débil, su sangre iba saliendo de su cuerpo
para depositarse por
toda la cama y el suelo de la habitación. Ya apenas se movía
y se quejaba. Sabía que
yo sólo la iba a ayudar, ya se sentía más aliviada. Me
encanta esta sensación.
Decidí terminar con el baile y con su cuchillo le acaricié
el cuello. Ya no
respiraba, ya no se movía, ya no sufría. El baile casi había
terminado, pero aún se
escuchaba un poco de música.
Le robé el rostro a aquella preciosidad. Estará eternamente
agradecida. Su rostro
permanecerá perpetuo pase lo que pase. Yo lo guardaré, junto
al de las otras tres
chicas anteriores. Pero he de seguir aliviando el
sufrimiento de esas mujeres que no
quieren envejecer; que tienen miedo. Yo las voy a ayudar.
Mi padre tenía razón. Así quedarán bellas eternamente. Como
mamá.