sábado, 12 de octubre de 2013



La música ha empezado a sonar, recuerdo los pasos que han de acompañarla. La melodía
me invade. Ya alcanzo a oír las llaves en el pasillo. Las ha introducido en la
cerradura. Está a punto de entrar. Ésta va a ser otra noche gloriosa. Mi cuarta
noche gloriosa.

Escucho sus pasos dentro del piso, su jadeo por venir corriendo por la oscura calle
bajo esta incesante lluvia. Deja las llaves en la entrada, junto al bolso, en una
especie de mueble cuyo principal fin es realizar esa función. Suspira, se siente
segura.

Cuelga el abrigo, empapado, en el perchero que se encuentra al lado de la puerta, en
la misma entrada, a la vez que observa el paraguas en el paragüero con cierta
incertidumbre, pensando quizás “yo calada hasta los huesos y tú calentito dentro de
tu casita”. El mundo no siempre es justo.

Descubro que el mueble de la entrada no es tan sólo un mero apoyo para dejar las
llaves. Se quita los zapatos, negros, de tacón alto, sin duda elegantes, y los mete
dentro de aquel mueble.

Una vez descalza se dirige hacia el salón, cuyo suelo está recubierto por una gran
alfombra que no deja ni un resquicio para ver el color de las baldosas, y se mete en
una de las habitaciones que comunican directamente con aquella sala. Es un piso
pequeño. Hay dos puertas en dicho salón: una que comunica con su habitación y otra
tras la que se encuentra el cuarto de baño.

Ahora la puedo observar en su habitación. Se está desvistiendo. Se quita la ropa
empapada y la va dejando encima de la cama. Primero la camisa blanca de seda, que
ofrecen unas transparencias de las que me cuesta retenerme y esperar al momento
oportuno, después la falda negra, ajustada, marcando unas exuberantes curvas en su
cuerpo, tras ella se deshace de las medias, quedándose tan sólo en ropa interior,
blanca, por supuesto, concordando con aquella camisa despojada en primer lugar. No
tarda en desabrocharse aquel sostén y en desprenderse del minúsculo tanga que apenas
tapaba algo. Cada vez me resulta más difícil aguantar, pero una obra caritativa
siempre ha de hacerse en las mejores condiciones, hay que esperar al momento justo,
aunque la música se escucha cada vez más alta, con más fuerza y belleza. Abre el
armario, saca de allí ropa cómoda y se viste con ella rápidamente. Cada vez queda
menos.

Sale de la habitación para dirigirse esta vez hacia el baño. Lleva el pelo empapado
cuando se mete, pero al salir puedo ver que su cabello negro está mucho menos
mojado, aunque no totalmente seco.

Vuelve a dirigirse hacia su habitación, pero ahora sale de allí muy rápidamente y se
desplaza hacia la entrada, donde hay una puerta que comunica con la cocina. Entra y
desde el lugar donde me encuentro puedo oír cómo abre y cierra el frigorífico y cómo
abre y cierra el cajón de los cubiertos. Algo ha cogido para comer.

Ahora regresa al salón, enciende la tele y pone una película en el DVD. Se sienta en
el sofá y puedo ver que lleva en sus brazos una gran tarrina de yogur de frutas
variadas y desnatado. Ella no me ha visto. Todo está saliendo perfecto.

En aquel momento salgo de detrás de las densas cortinas que están situadas a cinco o
seis metros del sofá que ella ocupaba. Me acerco sigilosamente, cual leopardo
acechando a su presa. Un paso… dos… tres… Pero algo se me escapó. Encima de la
televisión había una vitrina, cuyas puertas eran de cristal. Por culpa de tales
puertas se reflejó mi rostro y ella se giró rápidamente gritando despavorida.

Empezó a lanzarme todas las cosas que encontraba por la casa, sabiendo que nada de
lo que me lanzara detendría el destino. Su llanto la delataba. Ella estaba preciosa
y yo sólo estaba allí para ayudarla.

Me abalancé sobre ella con el fin de parar sus continuas agresiones. Debo reconocer
que era una chica valiente. La tiré al suelo y le pegué varios puñetazos en la cara,
quizá seis o siete. Se quedó inmóvil sobre aquella alfombra. Todavía respiraba.
Todavía sufría. Aunque cada vez menos.

La levanté con mis brazos y la tumbé en su cama. La até, como a las otras. Comenzaba
el ritual.

Limpié su cara llena de sangre y pude volver a ver aquel bello rostro, aquel rostro
eterno. Su mirada estaba perdida, aún no me decía nada. Antes de comenzar a bailar,
esperaré.

Ahora me mira, se siente asustada, pero pronto estará aliviada. Por fin me habla su
mirada, qué sensación única vivo en estas ocasiones.

“Tranquila, que yo sólo he venido aquí para ayudarte”, le dije de buenas maneras y
susurrando. Pero ella comenzó a gritar de nuevo, como una loca histérica. No ponía
las cosas fáciles. Lo único que ganó con eso es recibir un nuevo puñetazo y taparle
la boca con cinta aislante. Ahora el silencio nos unía. “Ahora vuelvo”, volví a
susurrar.

Fui a la cocina, busqué el cuchillo más afilado que tenía y volví a la habitación,
donde ella me esperaba impaciente. Al verme con el cuchillo se alborotó demasiado.
Su mirada no sólo me decía que tenía miedo, sino también angustia, agobio e,
incluso, sumisión. Son reacciones típicas en los primeros momentos. Comenzaba el
baile.

“No te preocupes, no va a durar mucho, aunque al principio quizá te duela algo”.
Estaba totalmente excitado. Sólo pensaba en su eternidad, en qué diría mañana de mí
la prensa. Seguro que me tratarían esta vez como un buen hombre. Una persona que
intentaba ayudar a la gente.

Hundí la punta del cuchillo en su muñeca derecha y a partir de ahí comencé a dibujar
su cuerpo con aquel utensilio que utilicé las veces anteriores, pero que siempre
tome prestado de aquellas chicas. Subí hasta el hombro derecho y bajé por tal
costado hasta llegar a su tobillo. Tras ello volví a subir hasta el ombligo y a
bajar por la pierna izquierda hasta su otro tobillo. Subí por aquel costado hasta
que llegué al hombro, donde empecé a pasar el cuchillo por su brazo izquierdo hasta
la muñeca.

El ritual estaba apunto de terminar. El dibujo estaba casi hecho. Ella seguía viva,
pero cada vez más débil, su sangre iba saliendo de su cuerpo para depositarse por
toda la cama y el suelo de la habitación. Ya apenas se movía y se quejaba. Sabía que
yo sólo la iba a ayudar, ya se sentía más aliviada. Me encanta esta sensación.

Decidí terminar con el baile y con su cuchillo le acaricié el cuello. Ya no
respiraba, ya no se movía, ya no sufría. El baile casi había terminado, pero aún se
escuchaba un poco de música.

Le robé el rostro a aquella preciosidad. Estará eternamente agradecida. Su rostro
permanecerá perpetuo pase lo que pase. Yo lo guardaré, junto al de las otras tres
chicas anteriores. Pero he de seguir aliviando el sufrimiento de esas mujeres que no
quieren envejecer; que tienen miedo. Yo las voy a ayudar.


Mi padre tenía razón. Así quedarán bellas eternamente. Como mamá.

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